GENEALOGÍA DE UNA CRISIS: UNA APROXIMACIÓN A LA REVUELTA DE OCTUBRE.

Conviene empezar con algunas preguntas: ¿existe una crisis del Estado en Chile? Y si es así ¿Existe una conciencia colectiva de la crisis estatal? ¿O estamos solo frente a una crisis neoliberal? ¿Comenzó un proceso constituyente? ¿Ese proceso constituyente comienza con el ciclo de movilizaciones en el 2001 o en el 2006 o en el 2011? ¿Cuál ha sido el papel de los movimientos sociales? Estas preguntas se hacen importantes no solo por el corte teórico e histórico que proponen, sino porque ayudan a vincular el actual proceso constituyente con una genealogía de crisis del Estado-nación y el actual momento de crisis socioeconómica de la sociedad chilena. Norbert Lechner decía: “¿Cómo es posible una comunidad política? O bien, formulándola en términos de una tarea: ¿cómo se construye una voluntad colectiva?”. Bueno, este, y no otro, es el problema del momento, y para ello buscaremos entender la crisis permanente que arrastra el Estado-nación desde su nacimiento y sus distintas características a lo largo de su vida independiente. También anclaremos la mirada en el último quiebre del pacto social (2001-2019), entendiendo la crisis del neoliberalismo como posible momento socio-histórico para la reformulación de la idea de Estado-Nación en Chile y su voluntad colectiva. Así, Chile en las últimas décadas ha vivido profundos cambios en su horizonte político: transformaciones, tensiones, reacciones, en fin, una serie de situaciones que han redibujado el horizonte político, el comienzo de una posible reestructuración del campo de la política.

Debemos entender que el actual Estado chileno es un Estado-nación surgido desde un pacto social incompleto en la guerra de independencia contra el Reino de España, un acuerdo surgido entre militares, caudillos, terratenientes, iglesia y abogados, que dejó afuera al mundo indígena (antes dotado de derecho y autonomías en el pacto colonial), popular-mestizo, afro y a las mujeres; el Estado-Nación partió sus cimientos desatendiendo a la heterogeneidad estructural y cultural, buscando imponer una homogeneidad del ser nacional. Un pacto nacido de un grupo de vecinos, como generosamente les llama Salazar, que, en el contexto de las fuerzas distribuidas y diseminadas posterior a la independencia, buscan pactar el control del incipiente Estado-nación bajo un juego republicano, aunque latencialmente hacendal.

Si bien se pacta bajo una victoria militar (la independencia), una victoria cultural (idea de nación) y una victoria ideológica (librecambismo), todo el sistema centro-periferia de la economía subsiste con sus inalterables instituciones político-jurídicas. Empero, el sistema de alianzas intra-élite es frágil, y sufre constantes modificaciones. Se trata de un Estado que construye su propia inestabilidad política, y adopta la crisis permanente, atrapando rebeliones, resolviendo conflictos. En efecto, al pacto social era necesario dotarlo de un pacto constitucional. Así se avanzó durante el periodo de los ensayos constitucionales (1823-1831), aunque será finalmente a través de las armas donde se consolida una idea de Estado (guerra civil 1829-1831), mantenida sobre una gravitación en el latifundio. Se habla de una república más como una idea que como una realidad. Lo privado mandaba en lo público, la idea de país de lo que es público surge de los intereses materiales de una clase victoriosa ahora librecambista en lo económico, hacendal en lo supraestructural, colonial en lo ideológico. Era el orden portaliano-oligárquico (1833-1891). Principalmente en este periodo se moderniza un ideario político de orden y obediencia de la sociedad civil frente a la autoridad; se consolida el Estado autoritario. Se van así fraguando los primeros límites del Estado-Nación en Chile, que lo preside, además, de nuevas fronteras hacia el sur (1861-1883 guerra al Wallmapu) y hacia el norte (1879 y 1884 guerra del Pacífico). Y, aunque se producen dos guerras civiles (1859 y 1891) –que articulan finalmente los intereses de una elite librecambista centralista frente a otra desarrollista federal–, se crea el régimen parlamentario que centra en su eje articulador al conflicto (1891-1925).

Este Estado es una expresión socio-histórica de intereses y acuerdos, y es también un Estado que nace en conflicto y soluciona conflictos. Por lo tanto, no solo relaciona sino también articula, sabe muy bien con quién hacer alianzas. El Estado es un Estado político, busca alianzas, no busca detener el conflicto. Al contrario, busca administrarlo, incorporarlo, aunque choque con los intereses fundantes, con las perspectivas internas. Crea leyes de protección hacia las mujeres, hacia los indígenas, hacia el mundo popular, aunque sólo fueron un pequeño número de medidas legislativas, como la ley del descanso dominical (1907) y la primera Ley de Accidentes de Trabajo (1916). Sin embargo, la mirada estaba asentada en una labor asistencialista, como la iniciativa de Gotas de Leche (1900-1940) que buscaba extender la puericultura a los sectores más pobres de la sociedad, o en la creación de algunos organismos como la Oficina del Trabajo, el Consejo Superior de Higiene. Se le llamó la «cuestión social» (1880-1920).

Es así que en este nuevo momento el Estado incorpora a nuevos sectores, al menos al relato del Estado-nación, al país que existe como idea, pero no como realidad y, por lo tanto, no da origen una justicia real. Hay también un proceso de incorporación asimilacionista (la infravaloración y olvido de la cultura originaria) o integracionista (crisol que funda una raza nueva a partir del mestizaje) respecto de los pueblos originarios (Mariman). Paulatinamente, el mal desarrollo de la economía nacional, el aumento de la tasa de natalidad y mortalidad, el costo elevado de la vida y una clase política indiferente con los problemas del pueblo fueron socavando la legitimidad del régimen parlamentario (1891-1925). Durante los años de 1918-1919, y coordinada por la Asamblea Obrera de Alimentación Nacional, se generaron las huelgas más masivas en la historia de Chile hasta ese momento y la primera marcha hacia la moneda. Fue el «Chile despertó» del siglo pasado. El gobierno de Piñera de esos años (Sanfuentes) pasó de la represión a la cooptación política, y como nunca antes en Chile se dictaron leyes sociales: se legisló sobre los conventillos, se redujo la jornada laboral (como ahora), y se crearon medidas hacia un sistema de salud realmente público. Surgía entonces un nuevo actor: la ciudadanía.

La acumulación de fuerzas por parte de la clase trabajadora nacida durante los últimos años del extractivismo internacional del salitre, sumada a pequeñas organizaciones pequeño-burguesas regionalistas que habían resultado perdedoras en los pactos sociales anteriores, organizaciones liberales de mujeres, más una masa intelectual y artística, y una nueva configuración social de quienes ostentaban el poder militar, pujaban con fuerza por ser incluidos en un nuevo pacto social. Surgía así la constitución de 1925. A pesar de que el Estado quiere verse así mismo como moderno, ampliándose en su estructura, aún preservaba la materialidad práctica e institucional colonial. Solo que esta vez decide incluir a un nuevo sector al pacto intra-elite: la ciudadanía organizada. Así, se validan y potencian todas las organizaciones que busquen dar una salida política a los problemas sociales, creándose un Estado peticionario. Habrá que organizarse y pedirle al Estado soluciones, se crean las juntas de vecinos, se aumentan las representaciones de nuevos partidos políticos, se crean las organizaciones barriales, sociales, gremiales. El Estado se convierte en un gran edificio que se construye y parece no acabar, pues cada vez son más los grupos organizados que exigen soluciones. Un edificio que está constantemente asechado por grupos e intereses contrapuestos, que hacen del enfrentamiento y el conflicto, nuevamente su eje central. Tenemos, por un lado, a un Estado-nación hacendal, es decir, colonialista, centralista y burocrático en sus instituciones, con una jurisprudencia portaliana, es decir, uno donde la sociedad civil está verticalmente coaccionada a la autoridad, desarrollista en lo económico, y, por otro lado, un Estado peticionista que busca solucionar el conflicto de intereses basado en la organización y la demostración de fuerza.

Ante este nuevo pacto político, social y constitucional, el Estado cada vez empieza a ser más acechado. Ahora son otros los grupos que se suman al interés de habitar este edificio que no se ha terminado de construir. La diferencia es que pareciera que esos grupos acampan en las cercanías del edificio, forman tomas, mientras otros, amparados en alguna coyuntura, buscan asaltarlo. Los menos sienten miedo de quedarse afuera de algún departamento y surge la idea de reformarlo, de superarlo (se crean poderes duales al estado, como el poder popular, como los grupos de autodefensa y las instituciones de la vida social obrera), llegando el Estado a tomar un estilo de gobernanza corporativo, tratando de responder a diferentes intereses sociales y buscar un equilibrio mediante la negociación de los grupos organizados. Finalmente, frente a la ascensión de diversos proyectos trasformadores en lo social (revolución en libertad 1967, socialismo democrático 1971) que centran su accionar en la conflictividad del Estado-nación y su rostro peticionario, provocó que una elite económica-social que posee intereses con capital extranjero se alineara bajo una política internacional, decidiendo imponerse a través de la fuerza de las armas (1973), gestando así un nuevo pacto social, y por lo tanto una nueva delimitación de nuestro Estado-nación (constitución de 1980). En este nuevo pacto se forja bajo una tiranía militar, toques de queda, partidos políticos ilegalizados, persecuciones políticas, secuestros, asesinatos y un sinfín de violaciones a los DDHH.

Se configura principalmente la eliminación del elemento peticionario del anterior pacto social, como también su eje de Estado articulador, pues desarrolla una serie de amares constitucionales que busca promover los consensos sobre la base de la incapacidad institucional de procesar el conflicto (sistema binominal, cuórums supra mayoritarios, senadores designados, senadores vitalicios, vetos de minoría, etc.). Además, reorienta lo económico a un Estado asistencialista y neoliberal. A pesar de sus intentos de modificación (reformas constitucionales de 1989, 1990 y 2005), el Estado-nación quedó configurado en esa genealogía socio-histórica. Un Estado centralista, librecambista, asistencialista, centrado en la búsqueda de consensos para el status quo, y que se vincula con los sectores sociales a través de la burocratización de la política y vaciamiento de lo político y que en última instancia siempre se ha impuesto desde las armas.

 

La crisis del último pacto, una crisis neoliberal

1990-2000 / 2001-2017. Chile entre tres décadas

En el Chile de los noventa la sociedad intentó avanzar hacia una transición democrática que reorganizara el consenso político del país. Para ello se entregó a unos cuantos hombres de Estado la legitimidad de la política basada en una orientación técnica neoliberal, que para esos años fue garante de una ingeniería institucional y política. Fue así que se instaló una voluntad modernizadora basada en la transformación económica y política del país, insertando de forma definitiva a Chile en la globalización o mundialización de la economía, cuyo centro de poder está en el capital financiero internacional. El Chile neoliberal empieza con Pinochet, pero se sedimenta con la Concertación durante aquella década.

Así, el Chile de la experticia de la gestión de la cosa pública –en tanto fuese entendida como mercado–, fue creando una legitimidad que a la elite y a la sociedad le permitió vivir una apertura que funcionó, como diría Gramsci, como una democratización pasiva desde lo alto. Sin embargo, dicha democratización se sustentaba en el mejor de los casos en el voto con ocasión de elecciones generales, y las promesas de un futuro mejor, que durante los años noventa se sustentaron en la inserción al comercio mediante el crédito privado. Pero como el mercado responde a lógicas del mercado y no de lo público, bastaba el devenir de una variación en las variables macrosociales (como lo llaman los expertos) para develar la fragilidad de dicho pacto social.

Es la llamada transición política, donde el consenso de la clase dirigente buscará la gobernanza que tanto reclamará el capital extranjero, en el modelo social-constitucional que sirvió como ejemplo del neoliberalismo en Latinoamérica. Ahora bien, entendemos que esta transición podría dividirse en tres partes. La primera está abocada a superar las tensiones entre los partidos de la coalición gobernante con las FFAA (en tanto «subordinarlas» a los poderes civiles) y a la eliminación de los senadores designados, por cuya figura las FFAA mantuvieron presencia en el poder legislativo del Estado. Recordemos que en los años 1990 y 1995 ellas salieron a la calle aduciendo la realización de ensayos militares, pero cuyo sentido fue decirle al poder civil que estaban muy atentos a lo que pretendieran hacer con el marco legal y estructural del modelo socioeconómico y la búsqueda de justicia y reparación en materias de DDHH. Tampoco mostraron pudor alguno para amenazar la existencia de un contexto democrático en el país, manteniendo vigente la posibilidad de una restauración dictatorial del sistema político chileno; es lo que algunos llamaron por democracia tutelada. Fue durante los primeros años de esta parte de la transición que dentro de los partidos de la concertación existieron voluntades y posiciones políticas por no implementar las lógicas neoliberalizantes de la economía y la sociedad, lo que posteriormente se terminó diluyendo con los primeros tratados que abrieron la economía a los mercados internacionales bajo la aceptación y lógica del Pacto de Washington, junto con la configuración de una élite dirigente principalmente santiaguina.

Por otra parte, es en este periodo donde el movimiento mapuche empieza a mutar o cambiar ciertas formas de organizarse y plantearse la cuestión política frente al Estado-nación. Durante la dictadura cívico-militar las organización mapuche se habían estructurado bajo un carácter nacional manteniendo vínculos fuertes con partidos políticos (Ad Mapu, Nehuen Mapu, Lautaro Ñi Ayllarewe, entre otras) planteándose su acción política dentro de las estructuras establecidas del Estado-nación (co-gobiernos en el Wallmapu o una participación porcentual de los mapuches en todas las estructuras administrativas y jurídicas del país), no obstante, durante el periodo post-dictatorial van siendo reemplazadas por organizaciones de carácter territorial (CAM, Identidad Lafkenche en Arauco, Asociación Ñankucheo de Lumaco, entre otras), cuyo vínculo con partidos políticos son escasos, orientando su acción política ya sea a la defensa y recuperación de los territorios usurpados, así como proponiendo la autonomía política del pueblo mapuche respecto al Estado chileno (como han señalado Mariman o Gómez). Es en este contexto que las confrontaciones entre el Estado de Chile y el pueblo mapuche comienzan a ser cada vez más álgidas, particularmente por la represión de las fuerzas policiales, logrando un saldo de quince asesinados desde el 2001 al 2018. Esta primera parte de la transición terminó con las modificaciones que se le hizo a la constitución de Pinochet en el gobierno de Ricardo Lagos (2005), periodo en el que se diluye la amenaza vigilante de las fuerzas armadas.

La segunda parte de la transición se caracteriza por la profundización del modelo, es decir, el paso de una economía de mercado a una sociedad de mercado. Los valores neoliberales se hacen hegemónicos en la sociedad. Culturalmente fuimos una sociedad que en su subjetividad reproducía y legitimaba formas de ser y hacer de las cosas como fenómenos mercantiles, lo que, por cierto, no estuvo exento de resistencias y algún malestar social. Aquí, parafraseando a José Bengoa, se fraguó otra dinámica de la democracia tutelada bajo la experticia tecnocrática profundizando la distancia entre lo político y social-civil.

La tercera parte se caracteriza por comprender la década posterior a 2010 donde una élite política «progresista» debe rearticularse por la derrota en la contienda de la administración del Estado. Esta consiste en una respuesta al agotamiento de una coalición que no posicionaba ningún relato que pudiera identificarse en los ciudadanos y no asir en su sustancialidad las demandas de la gente; comenzaba así una desafección entre sociedad civil-ciudadanía y clase política (PNUD, 1998). Un tercer elemento de esta etapa es la configuración de grupos políticos que nacen al alero de la organización estudiantil como espacio de politización y resistencia, fenómeno que reconfigura el campo de lo político, desarrollando una capacidad discursiva y peticionaria para darle fin al proceso de transición, el cual inexorablemente está vinculado al reemplazo de la constitución del 1980 (PNUD, 2015).

Durante la década de los noventa, los intelectuales orgánicos del sistema nos hicieron creer que existió una separación entre un cierto «pesimismo subjetivo» de crecientes capas de la población (capas que fueron «insertadas» al sistema a fines de la década de los ochenta y que vieron crecer su poderío simbólico desde los años noventa) frente a los «datos objetivos» del crecimiento y desarrollo humano de nuestra nación. Un ejemplo de ello es José Joaquín Brunner (1994) quien afirma que el individuo padece una triple crisis (de sentido, pertenencia y valores) que confecciona una desafección y apatía hacia la democracia en un contexto emocional donde se perdieron las ilusiones. Así, fue fácil cambiar al individuo por el consumidor, donde el «yo» se construye por los objetos, por la idea de la imagen-ser: se confunden los atributos del yo con el confort, con las posesiones. En consecuencia, se produce la fetichización del dinero como objeto de deseo (espíritu mercantil) en tanto medio de adquirir objetos. Es decir, hay una exacerbación de amor al dinero.

Esa lógica impuesta en los noventa (en el sentido de la triple crisis) provocó un malestar en tanto que se rompieron las estructuras morales tradicionales donde se afincaba el sentido de protección y confianza (familia, comunidad local), pasando estas a su mercantilización. Se destruyeron los factores que construyen sociedad (ahora son gestos del mercado). En síntesis, una reducción de las lógicas imperantes de lo social, hasta ese momento, ahora puestas en valor comercial. Tomás Moulian en su texto Chile Actual. Anatomía de un mito (1997) se pregunta por qué, pese a eso, no hay un inconformismo evidente que remeza la legitimidad del modelo. Para acercarnos a una respuesta a esa interrogante, nuestra mirada se dirige hacia los mecanismos de integración social, donde el mercado y el crédito jugaron un papel central para el disciplinamiento, el orden y el consenso.

Sin embargo, aquella ilusión se rompió: el velo de la ideología neoliberal explotó el 2011. Ya nadie podía defender/criticar al sistema desde la dualidad objetiva/subjetiva, ya no eran «ciertas capas de la sociedad» que no se sentían integradas al sistema −mas todos integrados a él− ya sea por el insoslayable costo de la vida o porque a otros les quemaban sus tiendas y sus pagarés. Todos habían sido integrados al sistema, algunos bajo cómodas cuotas a largo plazo, pero que cuyo interés hacía que sólo unos pocos pudieran disfrutar de su liquidez. Cuando hablamos de aquellos «unos pocos» que disfrutaban nos referimos al 1% de la población que se lleva el 30% del PIB, y cuando hablamos de «algunos» nos referimos a todo el 99% restante de la población que trabaja para que ese 1% pueda seguir otorgándoles créditos.

Fue así que, entre el 2001 y el 2019, la izquierda chilena, los intelectuales críticos del sistema y las movilizaciones sociales acumularon una serie de victorias relativas que trizaban la hegemonía naturalizada del sistema neoliberal (triunfante luego de la última gran derrota de éstos mismos a finales de los ochenta), periodo que para una más detallada aprehensión lo segmentaremos en seis subperiodos: a) 2001 al 2006. Nuevas formas de acción política: los colectivos como herramientas de la lucha de masas; b) 2007 al 2010. La frustración y articulación contra el consenso: aprendiendo de los errores; c) 2011. La impugnación al modelo; d) 2012 al 2014. Rearticulación de la elite: la secularización de la utopía; e) 2014 al 2017. El transformismo progresista; y f) Proceso constituyente-instituyente-destituyente: el nuevo pacto social-constitucional.

  1. A) 2001 a las 2006 Nuevas formas de acción política: Los colectivos como herramientas de la lucha de masas.

Este periodo es importante para nosotros dado que es el momento donde la hegemonía que tenían las juventudes políticas de la Concertación en el ámbito de lo estudiantil pierden su vinculación con las masas y su representación política, debido a su constante imbricación con los intereses del gobierno de turno que chocan con las demandas y situación material del estudiantado haciendo de lo social algo político. Frente aquello, los colectivos políticos a la izquierda de la Concertación pasan a ocupar el lugar de mediación de lo político, pero esta vez no existiendo una dualidad de «lo social» con «lo político», sino fundiéndose en una dinámica lo político-social.

Un ejemplo de estas nuevas organizaciones son los colectivos de la Nueva Izquierda, Movimiento Político Social Zurda, Izquierda Autónoma, Crear, Frente de Estudiantes Libertarios, etc. Quizás el mejor ejemplo de estos cambios es el que se dio en el mundo secundario que generacionalmente empezó en el 2000 y que tuvo su gestación durante el 2001 con el llamado «mochilazo» y el 2006 con la «revolución pingüina» en un primer momento, para alcanzar su madurez en el 2011.

En el último congreso del 2000 se terminó la FESES y los asistentes propusieron formar una asamblea que tuviera contacto con las bases, que no sólo fuera el presidente del centro de alumnos a las reuniones, sino que la base escogiera a cualquier alumno. Es necesario formar el movimiento estudiantil secundario con quienes realmente lo sostienen: estudiantes comunes y corrientes, y consejos de curso” (Vocero ACES, 2001).

Podemos observar dos importantes características en esta cita: primero la ritualización del fin de un proceso, donde se dio por «terminada» la FESES, quien fuera el organismo de institucionalización política de los secundarios, creado en la década de los 70’s y que perduró de forma intermitente durante los 80`s y 90`s, treinta años de tradición política secundaria hegemonizada por los partidos políticos tradicionales (desde la JDC, pasando por las JJCC, JS, IC, JPPD). La idea de las «bases», si bien siempre ha sido una discusión recurrente en la izquierda, se habían entendido como una masa, que había que dirigirla bajo la lógica de «uno para todos». Por el contrario, la idea de que «es necesario formar el movimiento estudiantil secundario con quienes realmente lo sostienen: estudiantes comunes y corrientes», la lógica articuladora pasaba a desarrollarse de forma inversa, donde eran muchos los que se unían por un objetivo generando una fuerza de multitud de un «todos para uno», es decir, una organización mucho más abierta y horizontal, basada en esa concepción de singularidad y cooperación que da cuerpo al concepto que Micheal Hardt y Antonio Negri llaman “Multitud” (Hard & Negri, 2008).

  1. B) 2007 al 2010. La frustración y articulación contra el consenso. Aprendiendo de los errores:

Sin embargo, estas nuevas organizaciones no supieron mantener la presión del movimiento, haciendo que la experiencia política de los gobiernos de la Concertación fuera capaz de neutralizarlo, mostrando en su mejor expresión la política de los consensos con la derecha conservadora, haciendo una condición de la democracia entenderse con ésta y el gran empresariado.

En el debate político de aquellos años, además, existió una ofensiva conservadora por parte de la derecha más dura (lo que no significó el quiebre del consenso político), lo que llevó que el discurso del eje progresista del gobierno tuviera mayor posicionamiento (en esos años hubo renuncias, nuevos movimientos y partidos políticos hacia la «izquierda»), haciendo que el movimiento social, principalmente estudiantil, adoptará el discurso de los sectores progresistas del gobierno (Navarro, Arrate); es decir, a la pérdida política de la conducción del movimiento, se sumó una pérdida en la capacidad de construir discursos que apelaran a la sociedad.

Es a finales de este periodo donde la Concertación, principalmente el PS, sufre una fuga de militantes históricos que, estando más o menos insertos en la administración directa de las políticas públicas, se cansaron de revertir internamente el viraje neoliberal que tomó el otrora partido de Salvado Allende. Esta podría ser considerada una primera señal del agotamiento sobre el inmovilismo pragmático e ideológico del PS y, eventualmente, de la Concertación.

  1. C) 2011. La impugnación al modelo

El año 2011 fue un año para el «relámpago de la historia». Durante los dos semestres del año pareció que el derrumbe del sistema era inminente, muchos pensaron que la hegemonía del sistema neoliberal llegaba a su fin.

Incluso los niveles de desaprobación y rechazo al mundo empresarial alcanzaron sobre el 60%, altísimo dato para un país que durante todos los años 90’s amaba al empresariado; cuando se conoció el caso La Polar estos números se dispararon superando el 80%, a la par con la percepción de que los abusos y delitos cometidos por La Polar eran prácticas comunes en las demás casas comerciales (CADEM, 2011).

Otro dato importante durante dicho año fue que por primera vez desde la vuelta a la democracia el problema de la delincuencia fue superado por otra preocupación por parte de la ciudadanía, siendo el tema de la educación el que mayor atención suscitaba.

No a HidroAysén; Patagonia sin represas; Caso Farmacias (colusión); Caso La Polar; Hospital de Talca; Pedofilia en la Iglesia Católica; Corrupción en la Iglesia Evangélica; Violencia Estatal (estudiantes, pueblo mapuche, manifestantes en general); Protesta en Freirina; Protestas en Calama; Protestas en Magallanes. De alguna u otra manera empieza a adquirir cierta centralidad en la discusión política y social, ya sea por la masividad de las protestas o por la legitimidad de la misma, temas de orden ético-morales (el abuso económico y de confianza de una élite empresarial y valórica) y de patrones productivos a nivel local según los diversos territorios nacionales. Las demandas en torno a la educación logran que se focalice la discusión en el corazón ideológico del modelo: la mercantilización de servicios esenciales y sus consecuencias para las familias, como el endeudamiento, y el consecuente traspaso a otras áreas como el medio ambiente y la salud de la población.

Un concienzudo análisis del año lo podemos encontrar en el texto de Leandro Sanhueza Movimiento estudiantil: Crisis político-ideológica y legitimidad:

Conflicto que abrirá el 2011, año que se caracterizará por la oleada de protestas que tendrá el país y que enfrentará la administración de derecha. En mayo sucederá otro hecho político importante en términos de acción colectiva. La aprobación del proyecto energético HidroAysen, con cinco centrales hidroeléctricas en la Patagonia, catalizó un fuerte descontento social con el gobierno de Piñera. Ochenta mil personas marcharon el 20 de mayo en la capital (según la policía 40 mil) y cincuenta mil el 21 de mayo (día en que el presidente entrega la cuenta anual al país, de lo que se ha avanzado y de los proyectos futuros) en Valparaíso, movilización que también se cruzaba con la estudiantil, y decenas de miles en 26 ciudades del país”.

A esto se agrega el replanteamiento de nuevas formas de protestar, matizándose en jornadas carnavalescas, actividades deportivas, performances, flashmobs, etc., así como también manteniendo lógicas tradicionales de la acción colectiva, como tomas de establecimientos educacionales, marchas y paros. Los cambios de las nuevas formas de protesta lograron concitar simpatía en la gente no movilizada y una mayor sintonización con las demandas del movimiento. La utopía, por tanto, vino de la mano de una generación que creció con la despolitización de su círculo familiar, el desapego al miedo que éste en ciertos momentos pudo manifestar como herencia cultural a la dominación por coerción ejercida por la dictadura, y que hoy en día se han ido posicionando como referentes políticos más allá del espacio estudiantil, poniendo en cuestión la dicotomía social-política.

Las movilizaciones masivas, sumadas a la perdida de legitimidad del sistema político y económico hicieron que los grupos dominantes sintieran una crisis de conducción y buscaran generar aperturas y cambios al sistema. Parecía así que asaltábamos el cielo con las manos, y que la clase dominante presentaba una notable pérdida en la capacidad de dirigir política e ideológicamente a la población; esta vez el sentido común se corría a la izquierda y el ciudadano neoliberal, como bien lo describió Moulian en 1997, empezaba a retroceder. En palabras de Antonio Gramsci esto se debe a que “al llegar a cierto punto de su vida histórica, los grupos sociales se separan de sus partidos tradicionales; es decir, los partidos tradicionales, en su determinada forma organizativa, con los hombres determinados que los constituyen, los representan y los dirigen, dejan de ser reconocidos como expresión propia de su clase o fracción de clase” (Gramsci, 2002).

  1. D) 2012 al 2014. Rearticulación de la élite, la secularización de la utopía.

Sin embargo, esa situación de «pérdida de capacidad de dirigir» no era garante absoluta de una crisis mayor del sistema social capitalista, aunque hubiese algunos que apostaron en la crisis que se incubaba un cambio sustantivo en el llamado «modelo político-social» (Mayol, 2012). La voluntad de querer ver la caída del modelo no permitió estar preparados para una reorganización de las alianzas de las clases dominantes con nuevos sectores de la sociedad (cosa que en un primer momento sucedió con la llamada Nueva Mayoría y la incorporación del Partido Comunista de Chile al grupo político de consenso), que lograría volver a la hegemonía y su capacidad de dirección de la sociedad por parte de los sectores de la elite. A lo que Gramsci nos advierte:

La crisis crea situaciones inmediatamente peligrosas, porque los diversos estratos de la población no poseen la misma capacidad de orientarse rápidamente y de organizarse con idéntico ritmo. La clase dirigente tradicional, que cuenta con numeroso personal adiestrado, cambia los hombres y los programas y se hace nuevamente del control que se le estaba escapando de las manos, y pueden hacer todo esto con mayor celeridad que las clases subalternas; hacen sacrificios si es preciso” (Gramsci, 2002).

Sin embargo, algo pasó en el camino, entre las expectativas y la realidad del «nuevo» ciclo político, de los «nuevos» nombres de los dirigentes políticos que al son de las reformas y de su nueva mayoría terminaron negociando y cediendo a sus expectativas con los mismos de siempre y de espaldas a la ciudadanía, renunciando al nuevo ciclo entregando la conducción a los portadores de la «estabilidad política», siendo estos los mismos de los años 90`s.

Siguiendo con el articulado del viejo poder noventero, vemos que quizás una de las peores articulaciones concertacionistas fue lo que la Fundación NODO XXI llamó “el circuito extra institucional del poder” (Cuaderno de Coyuntura Nº 2 de Nodo XXI), no siendo más que la influencia del capital en el seno de la élite política concertacionista (hoy Nueva Mayoría), y que son los nuevos «Luksic boys», fieles representantes de la doble militancia político-empresarial:

Cuatro de los actuales ministros provienen de directorios del grupo [Luksic]: el Ministro de Hacienda, Alberto Arenas (PS), participó hasta hace poco en el directorio de Canal 13; el Ministro de Educación, Nicolás Eyzaguirre (PPD), también ex miembro del directorio de esa casa televisiva; la Ministra de Minería, Aurora Williams (PR), ocupó puestos de Gerencia en Empresa Sanitaria Aguas de Antofagasta y Antofagasta Terminal International; finalmente, el Ministro de Energía, Máximo Pacheco (PS), fue director del Banco de Chile, además de Falabella (Solari-Del Río) y de empresas vinculadas a Copec (Angelini). Esta situación de colonización ha encendido incluso alarmas en otros grupos empresariales que han quedado postergados en relación al acceso privilegiado que los Luksic alcanzan hoy en el Gobierno.

Paralelamente, se designó a la ex ministra de Defensa del primer gobierno de Bachelet y figura del PPD, Vivian Blanlot, en el directorio de Antofagasta PLC, la matriz minera del conglomerado, asegurándose así de enviar señales claras de alineamiento a la antigua Concertación. El blindaje de Quiñenco también incluyó el ingreso de la economista Andrea Tokman y del abogado de temas medioambientales Álvaro Sapag. Asimismo, ingresó al directorio de Canal 13 una representante de la DC-Gutenberg Martínez: su esposa y ex senadora, Soledad Alvear” (FUNDACIÓN NODO XXI, 2014).

 

  1. E) 2014 al 2017. El transformismo progresista.

Este periodo se caracteriza por los intentos de la élite «progresista» rearticulada, llamada Nueva Mayoría, de dar respuesta a la serie de demandas y descontentos de la población que ha hecho patente un inconformismo con las promesas del modelo, así como con la escasa identificación con los, casi extintos, valores republicanos, para lo cual se levantó un proceso constituyente que permitiera una relativa participación de la sociedad en su conjunto, posibilitando la «republicanización» de la subjetividad colectiva.

Decimos que este es un transformismo progresista en el sentido de que, buscando darle un carácter progresivo a las reformas −donde algunas de ellas cumplían relativamente ese propósito−, terminaron siendo elaboraciones legislativas a las que se les eliminó elementos centrales de la progresividad que pudo haber tenido, e incluso cuando eso no sucedió dentro del parlamento, el tribunal constitucional −por medio de solicitudes de la derecha− terminó ajustando la retroexcavadora para no eliminar ciertas características del modelo neoliberal cuando se trató de la reforma laboral y educacional. Así la derecha confeccionó un discurso alarmista y reaccionario frente a reformas que en lo sustantivo podrían tener elementos considerados progresivos y que abría el campo de lo político para ajustar, y en el mejor de los casos eliminar, ciertos engranajes específicos del neoliberalismo en materias específicas, dada la nula capacidad para fundar una nueva constitución, y por defecto sus leyes orgánicas, de modo que el modelo pudiera cuestionarse desde su propia centralidad, para así reconfigurarse y superar la crisis en la que se veía envuelto.

Para el historiador Luis Thielemann, la estrategia comunicacional de la derecha fue una “retórica de la reacción”. Ésta tuvo cuatro fases: a) «El efecto perverso»: la reforma terminará en desastre; b) «El riesgo»: la reforma pone en riesgo un avance anterior; c) «La inutilidad»: la reforma no es útil para el objetivo buscado; d) «La amenaza indirecta»: el quiebre institucional. Es en ésta última que nos queremos detener un poco más, pues entendemos que en última instancia los pactos sociales siempre se han terminado de configurar bajo la acción directa de las armas.

La amenaza indirecta consistiría, en el caso actual, en anunciar la violencia política, especialmente militar, si es que se alcanza un grado de profundidad en las reformas tributaria, educacionales o políticas. Lo particular de esta amenaza es que no se dice que «se hará», sino que «sucederá», tal como sucede un mero hecho de la naturaleza, tal como se desata la tormenta. Así, la memoria del golpe de Estado que agitan las vocerías de la élite se basa en una naturalización del castigo violento de las élites locales contra cualquier extralimitación popular del orden” (Thielemann, 2014).

Y es esa amenaza indirecta la que se pudo observar a fines del 2015, cuando el gremio de camioneros paralizó sus actividades llegando hasta Santiago en una caravana, que a la gran mayoría nos recordó una acción similar en el año 1972 para desestabilizar al gobierno con la amenaza de parar una arteria importante de la economía y provisión de bienes de consumo. No muy distinto fue el inserto que sacó la Sofofa en el diario El Mercurio a inicios del año 2017 incitando a la represión directa frente al «conflicto de la Araucanía».

Dado que no es la intención nuestra hacer un análisis detallado de las varias reformas que llevó adelante el gobierno en este periodo, sino entender las claves de la crisis del pacto del Estado-Nación, tomaremos como caso central, de gran importancia, la reforma tributaria que en el segundo gobierno de Michelle Bachelet se implementó. Ésta podría entenderse bajo dos preceptos: a) Redistribuir la renta para atacar la desigualdad latente en Chile; b) Aumentar la carga fiscal del Estado para focalizar proyectos sociales. Como sabemos nuestro país posee uno de los niveles de desigualdad más grandes del mundo, compartido tristemente con EEUU. En un estudio realizado por economistas de la Universidad de Chile llamado La nueva parte del león: estimaciones de los súper ricos en Chile, nos señalaba que el 1% más rico de la población posee el 30,5% del PIB, el 0,1 se lleva el 17% del PIB y el 0,001% el 11%. Otro indicador de la desigualdad de Chile es el coeficiente de Gini, que en este periodo se encontraba en el 0,55 % (donde 0 es igualdad absoluta y 1 es desigualdad absoluta): dicho indicador es el mismo que tenía nuestro país durante la década del ‘60. Sin embargo, fue la segunda tesis la adoptada por el gobierno para desarrollar su proyecto de reforma tributaria, es decir, se esperaba incrementar en 3,2% del PIB nacional (una estimación de $US 8.300 millones) para focalizarlo en el gasto asociado a la reforma educacional.

Esta reforma que no buscaba destruir los pilares de tributación del sistema neoliberal, fue entendida comunicacionalmente (por ambas coaliciones) como una reforma sistémica; unos hablaban de «retroexcavadora», otros de una «segunda UP». De aquello nos muestra Thielemann en la “retórica de la reacción”:

Veamos algunos ejemplos de aquello: César Barros (presidente de La Polar, empresa que estafó a miles de ciudadanos a los que les cambiaron unilateralmente los contratos de deuda) sostuvo hace poco que: ‘Se están haciendo tres reformas súper grandes (…) lamentablemente algunos de los ruidos que se escuchan a uno le recuerdan los tiempos de la Unidad Popular (…). Es un lenguaje que tiene olor a UP y yo creo que es un mal camino porque después no hay que lamentarse si salen reformulaciones nuevas de Patria y Libertad’. Dicha «advertencia» no es menor pues podemos recordar que César Barros fue un activo participante de Patria y Libertad, con lo cual demuestra una actitud amenazante si apenas se llegara a tocar un ápice del modelo económico que ellos lograron instaurar a sangre y fuego, aterrorizando a un país completo por 17 años de dictadura cívico-militar” (Thielemann, 2014).

Por su parte, Ernesto Silva, presidente de la UDI en su momento, afirmó que “no quiero que nunca más haya un quiebre institucional y por eso vamos a hacer lo que estamos haciendo en este gobierno, que es ser oposición para decir qué cosas creemos que dañan al país y lo vamos a hacer mirando hacia el futuro… si la oposición no evita el «daño al país», entonces puede suceder un «quiebre institucional»”.

«Quiebre institucional» es lo que nosotros entendemos como «golpe de Estado». Es decir, que si este gobierno o eventualmente otro que pretenda abrir los espacios de lo político para desarrollar reformas que la institucionalidad económica y política del país requiera, podría padecer casi como por efecto lógico de reacción natural frente a un estímulo cualquiera, una reacción que quebraría el orden institucional para evitar las transformaciones que el Estado de Chile pueda impulsar para reducir el poder de los herederos políticos y económicos de la dictadura de Pinochet. Así, finalmente, el sistema se cierra y no logra procesar y articular las nuevas demandas, como históricamente lo había logrado.

  1. F) Proceso constituyente-instituyente-destituyente: el nuevo pacto social-constituyente (2018-2020).

Durante los años 2017 y 2018 la desafectación con el estamento político alcanzó los niveles más altos desde la vuelta de la democracia. A las nuevas orgánicas de politización se suma el surgimiento de una nueva subjetividad política que ya no sólo genera nuevas formas de acción política (periodo 2001-2006) sino genera una crítica transversal, pluriclasista, plurinacional y profundamente antisistémica (mayo feminista 2018), que propone de raíz un cambio estructural al Estado-Nación, como diría Javiera Manzi: “La bandera mapuche, la bandera negra y el pañuelo verde forman parte de cada movilización en las calles”.

En el mes de octubre de 2019 los acontecimientos del estallido social se han dado con cierta vorágine que a veces no permite procesarla correctamente en todas sus dimensiones; no obstante, queremos proponer algunas líneas de reflexión (inacabadas, por cierto) que permitan acercarnos a la compresión del fenómeno social.

La crisis que vive Chile es una del tipo social, política, cultural, económica (en su dimensión familiar e individual), ecológica y humanitaria. La oligarquía financiera y agroganadera tiene capturado los recursos naturales y bienes comunes de nuestro país, provocando la más grande crisis humanitaria conocida: localidades sin agua potable cada vez más crecientes, con campos secados y animales muertos por falta de agua y comida; un aumento de campamentos en el territorio nacional; jubilaciones de miseria; muertes sistemáticas en listas de espera en hospitales y un largo etc. Y eso, junto a una crisis escandalosa de corrupción generalizada en las instituciones del Estado, desde las mafias de las fuerzas de represión a un estamento político que tiene un comportamiento de doble militancia político-empresarial al servicio del gran capital en el país, han cerrado el círculo para dar pie al agotamiento del modelo de democracia liberal y representativa que vive Chile, junto con la del modelo económico y social.

Eso ha llevado a una crisis orgánica de la sociedad chilena, en posibles 3 sentidos: 1) Una clase económica minoritaria y poderosa ha ejercido una dominación y explotación, mercantilizando casi todos los aspectos de la vida, generando condiciones de vida precarizadas para la gran población nacional, la que malogra sus derechos más básicos de vida, viéndose afectada la relación entre naturaleza, la salud de la población libre de contaminación y la viabilidad de la vida gregaria en ciertas localidades afectadas por la expansión de la industria agroganadera. 2) Los estamentos políticos/institucionales de esta democracia liberal están en una casi completa desconexión con la realidad de la ciudadanía, la vida de los sectores populares y marginados del país; sus estilos de vida, sus necesidades; las patologías sociales, como, por ejemplo, la peor salud mental en todo el curso de la vida dentro de la OCDE; altas tasas de suicidios de adolescentes y personas mayores porque no aguantan su precaria vida (por nombrar algunos ejemplos). Esto ha llevado a que la ciudadanía en general no se reconozca en sus estamentos dirigentes porque no han sido capaces de procesar política e institucionalmente la solución a esta creciente precarización de la vida. 3) La dinámica espontaneísta del estallido, y la escasa representación de éste por parte de dirigencias sociales y políticas propias del pacto social anterior, han puesto de manifiesto que las organizaciones y estructuras sociales y partidarias están en un estado deficitario en cuanto a una conducción y representación de las movilizaciones. Podría hacerse algún tipo de salvedad con Unidad Social, conformada no más de dos meses antes del estallido, que ha ido agrupando, de forma creciente, a diversas organizaciones a nivel nacional que ejemplifica los diversos conflictos sociales y territoriales del país, pero que aún así no es el Sujeto contraparte del poder instituido con el cual negociar para solucionar la crisis.

Esta crisis orgánica ha llevado el escenario político a una posible transformación desde la perspectiva de la ruptura democrática, donde la institucionalidad política y administrativa actual son incapaces de procesar las demandas y necesidades del conjunto de la población plurinacional, produciéndose la necesidad de transformar dicha institucionalidad desde un lugar paralelo a ésta con participación popular.

Cabe destacar que, producto del espontaneísmo de la explosión social, este ciclo de movilizaciones no debe ser leído, en una primera instancia, en los ejes clásicos de izquierda-derecha. Más bien ha sido una explosión desde abajo, de un conjunto diverso de personas con subjetividades y de estratos socioeconómicos distintos, pero con problemas reales compartidos, que no han sido procesados dado los marcos jurídicos y políticos que tiene la actual constitución cuyo fin es reducir al máximo la participación de los pueblos en la democracia, dejándola habilitada sólo en ocasión de elecciones. Y es precisamente ese poder popular el que ha perfilado este periodo hacia una dinámica de disputa del poder entre lo nuevo o instituyente (los cabildos, las ganas por una nueva constitución y un posible programa político que surja de ello), que interpela a lo instituido (la constitución neoliberal pinochetista y las formas de gobernanza de la transición), que podría decantar en un proceso destituyente, reemplazándose lo viejo por lo nuevo, donde el pueblo quiere darse un nuevo orden y pacto fundacional.

Dentro de este marco, queremos resaltar 3 esferas del conflicto, unas más inmediatas o epidérmicas que las otras:

―Conflicto urbano: La rabia desatada en violencia por parte de sectores de la población chilena pareció generar un cierto temor en la oligarquía. Y más allá de sus particularidades (los saqueos, el vandalismo frente a las instituciones comerciales del gran capital y la quema del metro cuya dudosa responsabilidad genera bastantes suspicacias), sin ella y la gran movilización social no estaríamos en el escenario actual, donde los cambios profundos se vislumbran como una posibilidad real e histórica (sin desconocer, por cierto, que no toda esa violencia tiene un fin o detonante político, sino que puede tener varias explicaciones, como un bandidaje oportunista en algunos casos). Ambas han sido caras de una misma moneda. Aquella violencia no sólo responde al clásico concepto más o menos abstracto de lumpen o vandalismo, porque, por un lado, está la clásica violencia estructural que padece el bajo pueblo marginal y periférico que lo vuelca y expresa en el centro de la ciudad (hechos históricos hay), llevando a ella el desorden y violencia sistémica que viven en sus territorios y comunidades. Pero por el otro lado, da la impresión de que la masividad de la conflictividad social en las marchas y protestas, en los enfrentamientos directos con las fuerzas de represión y las fogatas o quemas de diversos elementos están siendo realizadas por una población que en escenarios anteriores de movilización no lo hacía, razón por la cual llevamos varias semanas de conflicto y cierto desorden urbano, amplificado por los medios de comunicación. Esta conflictividad pareciera estar lejos de acabar, ya que la profundidad de la crisis ha hecho metástasis, llegando a implicar los más diversos elementos de la vida y subsistencia diaria.

―Relación institucional-social: Es en este nivel donde se jugarán una relativa consolidación de posiciones que el movimiento popular vaya adquiriendo, en este caso, a través de los cabildos y plebiscitos. No sabemos bien cómo decantará la síntesis de los diversos cabildos, y si éstos tendrán una utilidad vinculante e institucional. Primeramente, está la opción de que estos resultados no deban sintetizarse mediante las instituciones, sino por la sociedad civil misma, en un sentido autonómico. En segundo lugar, habiéndose fijado los plebiscitos comunales (considerando los traspiés que ha habido entremedio con la cancelación de los mismos, para luego ratificarlos la Asociación Chilena de Municipalidades a nivel nacional), los cabildos serán una importante instancia para convocar, difundir y explicar la necesidad de nueva constitución y cómo se realizaría la posible Asamblea Constituyente (en adelante «AC»). En el contexto que esto sea un hecho, y en una temporalidad de mediano plazo, los cabildos (y la síntesis alcanzada como insumo primario) deberían tener un rol fundamental a la hora de tener incidencia sobre la manera de construirse el proceso territorial constituyente vinculado a la elección de representantes para la AC. Los cabildos territoriales deben ser la base del proceso constituyente para que dote de contenido la discusión en todo el proceso constituyente, y dado que éste tardará un tiempo en comenzar (en el nivel institucional y vinculante), la sociedad organizada deberá mantener en vigencia la organización social de sus espacios, de modo que para cuando llegue el momento institucional y jurídico de la AC, el pueblo movilizado haya logrado un mínimo de organización social y discusión política sobre el país que los pueblos de Chile necesitan. En consecuencia, la movilización social y la energía puesta en ella deben, sin dejar de movilizarse en cuanto protesta, ir consolidando paso a paso nuevas o actuales dinámicas y espacios de organización social y popular, reconstruyendo o fortaleciendo, paso a paso, ese tejido social tan alicaído y diagnosticado en diversas instancias y por variados analistas sociales.

―Identidad plurinacional: Es sabido que Chile tiene una realidad plurinacional. Es un territorio habitado por naciones y comunidades originarias ancestrales. Es reconocida la dominación militar y cultural del Estado chileno sobre las comunidades y naciones originarias. Pero hoy en día, esa identidad plurinacional subalterna de los sectores populares del país ha aflorado como nunca antes. Ha dado una batalla por los símbolos de las identidades del territorio nacional, ya sea en marchas donde las comunidades mapuches han asistido; cientos de banderas mapuches por todo Chile que son alzadas por la población mestiza, produciéndose derrocamientos de estatuas de una oligarquía colonialista. Hay una identidad plurinacional que aflora con fuerza para erigirse como la identidad oficial de un nuevo Estado-Nación plurinacional. Esto nos llevará inevitablemente a pensar un modelo de Estado futuro, descentralizado, autonómico o federado, donde los pueblos originarios al menos puedan contar con autonomía territorial, administrativa y económica, para así gestionar con mayor propiedad los territorios que les han sido propios desde tiempos inmemoriales. Esta temática será de fundamental discusión, ya que si no se aborda como debiera, podría suceder que la conflictividad, al menos con los mapuche, pueda agravarse en términos históricos. El Estado policial y militar presente en sus comunidades ha tensionado a tal punto las relaciones que, en el contexto del estallido social, el pueblo mapuche no será mero espectador y llevará a cabo acciones que tiendan a tensionar la unidad central del Estado-Nación chileno. Entendemos que el pueblo mapuche tiene su planteamiento de autonomía y autodeterminación, en el que se busca puedan ejercer dominio político, económico y territorial de un espacio determinado. No es nuestra pretensión comentar en mayor profundidad sobre cuáles son las visiones del pueblo mapuche sobre esta autonomía, ya que les corresponderá a ellos ejercer ese derecho. Pero cabe la gran pregunta de cómo se configurará la relación de este nuevo Estado con el resto de pueblos originarios, si acaso el mismo nivel de autonomía corresponderá para cada una de aquellas comunidades, o si se los entenderá como comunidades políticas distintas y complementarias dentro del territorio nacional.

CONCLUSIONES

Partimos de la base de que el Estado-Nación en Chile se ha construido desde una crisis permanente desde el inicio mismo de la República, heredando además una articulación supraestructural del aparato estatal hacendal y su burocratización, tendiente a la centralización del poder y al impedimento de autonomías locales. A su vez, ha subsumido en acuerdos a distintas élites en pos de una gobernanza política y económica, sin descartar, en última instancia, el uso de las armas para dirimir problemas internos entre ellos. Planteamos que históricamente el Estado fue ampliando sus consensos y pactos sociales, delimitando sus características a la conflictividad interna como mecanismo de articulación de intereses o a una variante peticionista y asistencialista del mismo, como mediación de grupos de intereses nuevos, aunque sin cambiar su rol en el aparato centro-periferia del capital extranjero. El Estado-Nación que se convirtió, como bien señala Raúl Prada Alcoreza, en un edificio inacabado donde distintos grupos chocaban en la intensión de habitar dicha propiedad, y donde se generaban disputas, alianzas, enfrentamientos, asaltos intempestivos de vanguardias y dirigencias. Finalmente, y luego de una crisis socio-política de aquel Estado-Nación que, surgido de la guerra de independencia y modificado a lo largo de nuestra historia del siglo XIX y XX, fue reemplazado por la tiranía militar de 1973-1989 para luego erigirse en uno de características neoliberales; es decir, subsidiario y garante de la libertad de empresa, buscando además eliminar el conflicto interno, reemplazando por una modernidad tecnocrática-economicista de la voluntad colectiva. Lo que colapsa durante la última década es un Estado-Nación hacendal, colonialista, patriarcal, autoritario, centralista y tecnocrático, que está originalmente construido al alero de una economía neoliberal que está en crisis en todo el mundo.

En efecto, estos son tiempos de una crisis planetaria de la civilización mundializada, y sus principales contradicciones son la relación de explotación entre el humano y la naturaleza y la del humano por el humano, entendidas como equilibrio biótico y sistémico de un conjunto completo de elementos. No obstante, cada región y país expresa su crisis en términos socio-históricos y particulares.

En efecto, surge la oportunidad en este nuevo proyecto histórico de las voluntades colectivas, como diría Lechner, de generar uno que represente al Chile del Siglo XXI, un Chile diverso, plurinacional, antipatriarcal, comunitario y que respete las autonomías de cada territorio. Que empieza con la articulación de nuevas organizaciones durante los años (2001-2006), sigue con la apelación e impugnación al modelo económico durante los años (2007-2015), para terminar en la crisis de la estructura misma del Estado-Nación (2018-2020).

Está claro que se hace necesario seguir profundizando en otras aristas que son importantes en el análisis. Creemos, por ejemplo, que el proceso de impugnación mapuche al Estado de Chile (1990-2019) o la impugnación feminista (2007-2019), son aristas necesarias, así como también la relación FF.AA. y sociedad civil, pues hay que tener presente que en los dos últimos pactos socio-constitucionales (1924-1925 y 1975-1980), las fuerzas armadas jugaron un papel activo en la configuración del nuevo orden. En 1924 fueron esenciales para la incorporación de la ciudadanía al pacto social, y en 1980 todo lo contrario, legitimando un nuevo pacto socio-constitucional que coartaba la participación popular en el orden institucional. Por ello, cabe preguntarse qué rol tendrán las FF.AA en los inicios del siglo XXI en el contexto de transformación del Estado nacional, atendiendo que en su historia han sido centrales en las configuraciones de los nuevos pactos sociales y constitucionales, considerando que sus escuelas matrices están seccionadas por clases sociales ¿Cuál es la relación pueblo – fuerzas armadas? ¿Por qué la división de clases dentro del ejército se acepta como algo natural? ¿Cuáles son sus consecuencias? ¿Cuál es la relación de los altos mandos de las FF.AA con aquellos que son los dueños del gran capital?, y en consecuencia, ¿Existe una implicación de una clase social en la conducción política, militar y económica de un modelo social y un tipo de Estado-Nación? Por ello es indispensable pensar aquellos nudos con mayor profundidad en posteriores escritos.